martes, 18 de enero de 2011

El adversario es otro

"Por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue hecha relación que habíades compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, el cual os había costado mucho trabajo y era muy útil y provechoso (...) Os damos licencia y facultad para que vos, o la persona que vuestro poder hubiere y no otra alguna, podais imprimir el dicho libro (...) So pena que la persona o personas que sin tener vuestro poder lo imprimiere o vendiere: o hiciere imprimir o vender, por el mesmo caso pierda la impresión que hiciere, con los moldes y aparejos de ella: y más incurra en pena de cincuenta mil maravedís cada vez que lo contrario hiciere... Fecha en Valladolid a veinte y seis días del mes de Septiembre de mil seiscientos y cuatro años. Yo el Rey."

El fragmento anterior, que se puede encontrar en El Quijote interactivo (www.bne.es), es parte del trámite legal de toda publicación en 1604. En esa licencia ya se establecen muy claramente puntos que hoy nos resultan familiares: no solo que el único propietario de los derechos sobre El Quijote es Miguel de Cervantes, sino que la obra es fruto de su trabajo. También indica que solo el autor tiene capacidad para ceder esos derechos exclusivos de reproducción y comercialización de su obra a terceros y, lo que es más importante, expresamente advierte sobre una multa cuantiosa para quien imprima o copie la obra sin permiso. Y es que la cuestión de los derechos de los autores no es ni mucho menos nueva. Con cada cambio tecnológico (en 1604 se trataba de la aparición del maravilloso invento de Gutenberg), los derechos de los hombres y mujeres sobre sus creaciones han atravesado una enorme sacudida.
Sin embargo, cada generación considera que el suyo es un tiempo nuevo y no tiene obligación de recordar que fue la piratería la que empujó a Cervantes a escribir la segunda parte de su novela, o que fue la piratería, tan frecuente en el cine mudo (otro salto tecnológico), la que acabó con cineastas innovadores como Méliès. También contra la piratería y a favor del respeto a los derechos de autor lucharon desde Beaumarchais a Immanuel Kant o, ya en el siglo XX, Mark Twain, hasta el punto de que el término "pirata" en esta acepción fue popularizado por el autor estadounidense.

Lo que diferencia el debate de los tiempos de Cervantes, Beaumarchais o Mèliés del de hoy es que Internet y la digitalización no son un simple salto tecnológico más, sino una descomunal mutación cultural, económica y política sin precedentes.

La pérdida de lo público, la crisis de las instituciones, la indiferencia hacia la política, la precariedad de nuestros vínculos laborales o personales, la incertidumbre y la desconfianza, sumadas a una economía de mercado que huye de las reglas, hacen de Internet en nuestro imaginario una importante alternativa al orden de cosas que conocemos. Una alternativa atractiva y aparentemente viable que creemos que nos pertenece y que se ha convertido en una extensión de nuestros cerebros y de nuestras casas. Pensamos que la Red es de las pocas cosas que no tienen dueño, y sentimos así que viene a cubrir ese vacío inmenso que percibimos, aunque no sepamos muy bien a qué achacarlo.

Los ciudadanos del siglo XXI tenemos la percepción no solo de que Internet es nuestro, sino de que nuestras opiniones cuentan más allí que en el espacio físico donde desarrollamos nuestras insatisfechas vidas. Podría decirse incluso que para muchos sus vidas virtuales son mejores que las reales. O al menos que su presencia, su mera existencia, cuenta mucho más. Internet nos ofrece alternativas a la realidad que podemos construir con nuestras manos. Durante el rato que estamos conectados, dejamos de ser meros consumidores para volver a ser, como antaño, productores de algo con lo que identificarnos.
Si perder un poco de intimidad es el precio que hay que pagar a cambio de una vida sin instituciones, sin normas heredadas y sin patronal, nos parece barato. Menos seguridad por más libertad es la fórmula acuñada por Zygmunt Bauman para definir estos tiempos líquidos. Al fin y al cabo, hacía mucho tiempo que no nos sentíamos miembros de una comunidad tan poderosa.

Que estas semanas el debate sobre la Red sea apasionado no debe, por todo ello, sorprendernos. Es mucho lo que hay en juego. La revolución social se hará por la Red o no se hará, parecen creer muchos, sobre todo esos jóvenes hastiados de una sociedad en la que no se reconocen y en la que encuentran poco o ningún espacio para la expresión y la participación.

Hasta aquí todo se entiende. Lo que quizá sorprenda a un observador del futuro que mire atrás es el antagonismo que, al menos en nuestro país, el debate de Internet ha generado: gente de la cultura versus gente de la tecnología. Los derechos de autor son vistos como palos en las ruedas que solo detienen el avance del progreso, el avance hacia ese cambio social democrático e igualitario, hacia esa transmisión del saber y de nuevos valores que tanto necesitamos y que la Red parece propulsar.


Digamos que esta es la sinopsis de la película, pero algo falla porque la narración no avanza hacia el cambio de modelo ni de negocio ni de sociedad. Y es que el antagonismo parte de un falso supuesto que genera un problema grave de estructura en este guion: la identificación del antagonista. Mientras el héroe (los usuarios de la Red, el mítico internauta) pierde tiempo y energía con el que considera su enemigo (la gente de la cultura), el verdadero adversario está en otro lado haciéndose más y más fuerte.

Pero esta función no ha hecho más que estrenarse, pues aunque parezca que siempre hemos vivido rodeados de pantallas y pantallitas, en realidad somos neonatos. De manera que todavía nos quedan por delante el segundo y el tercer acto. Vaticino que en ellos ese falso antagonista -los de la cultura- se revelará como el aliado natural y verdadero del héroe -el anónimo y desinteresado internauta-, y juntos encontrarán las fórmulas más eficaces para hacer de la Red ese espacio autónomo de creación, libertad y democracia que ya todos sabemos que es. Y la protegerán juntos de las verdaderas amenazas que son, me temo, muy distintas.

Esa ley que popularmente se conoce con el apellido de mi abuela no tiene por objeto ni controlar ni detener el progreso en la Red. De la misma manera que el propósito de las leyes de propiedad intelectual no fue nunca enriquecer a los autores, sino velar por las necesidades e intereses de toda la sociedad: proteger las ideas para que crezcan las ideas. Y a nuestra sociedad -a cualquier sociedad, pero más a la española, que cuenta ya con un inmenso patrimonio cultural en una lengua en expansión- le interesa estratégicamente tener un tejido cultural fuerte, dinámico y diverso.

De los maravedíes al euro han sucedido muchas cosas, sin duda, pero creo que todos coincidiremos en que no fueron Cervantes ni sus colegas autores ni los actores de sus comedias quienes impidieron que llegásemos siglos después a Internet. Más bien fue al contrario. Las transformaciones siempre se hicieron gracias al pensamiento crítico que proporciona la cultura. Lo lamentable sería que los Méliès de hoy fueran erradicados de la Tierra como lo fue el gran cineasta francés cuando gigantes como Edison lo llevaron a la ruina imponiendo un modelo de negocio que llevaba anejo un modelo narrativo, estético e ideológico único.

Como no estemos muy atentos, eso es exactamente lo que ocurrirá con la cultura. Cada vez menos gente podrá dedicarse profesionalmente a ella y nos veremos abocados a un menú monofágico de apenas unos pocos platos que gusten a muchos y que decidan por nosotros grandes intereses económicos (los verdaderos dueños de la Red).

Que Internet tiene que ver con democracia es algo que el Gobierno sabe bien. No en vano impulsa cada año desde los Presupuestos Generales del Estado, y a través de Ministerios como Industria, Ciencia e Innovación, Educación y, por supuesto, Cultura, fuertes inversiones para que España no se quede atrás y esté entre los primeros en el desarrollo de las TIC y en acceso a la Red. Por eso también ha sido la Ley de Economía Sostenible la que aborda en más de un artículo, además de la ya célebre Disposición Final, el impulso a esa transformación que favorecerá la recuperación económica y nuestra competitividad internacional. Para que nadie mande sobre las ideas de nadie. Para que nadie imponga modelos a nadie. Para garantizar la convivencia de todos los derechos, pero, sobre todo, para favorecer el avance de la sociedad hacia más democracia, más voces y más justicia.
Angeles González-Sinde
http://www.elpais.com/articulo/cultura/adversario/elpepucul/20110118elpepicul_2/Tes

3 comentarios:

  1. ¡Qué bien habla la jodía! ¡Que bien suenan las palabras que emplea! “La democracia de Internet”, “que nadie mande sobre las ideas de nadie”, “recuperación económica” (¡toma ya, la salida a la crisis estaba aquí!), “convivencia de todos lo derechos”, “más justicia”... ¡Qué bien hablas!

    Aunque la González-Sinde olvida algunas cosas.

    Olvida, quizá a propósito, que Cervantes fue un hombre pobre, que pasó todo tipo de penurias. No tenía el dinero de Bisbal, o el de la propia Ministra, ni el dinero de a quienes pretende “defender” esta ley. Pongo “defender” como eufemismo de “beneficiar”. Comparar a sus protegidos con Cervantes es como comparar a ZP con Pablo Iglesias, un despropósito.

    La ministra olvida que Cervantes escribió el Quijote en la cárcel. Y uno va a la cárcel, ahora y en 1604, por saltarse los límites de la ley. Por tanto, no es Cervantes alguien válido como ejemplo de legalidad. Cuando pone a Cervantes como ejemplo, y más aún el Quijote, dentro del marco de la legalidad, lo que hace es invitarnos a saltarnos la ley. Una cosa es que Cervantes fuera un buen escritor, genial escritor, cosa que no se pone en duda, y otra, bien distinta, que fuera buena persona, cosa que no se sabe. Desde luego, lo que no era, y de eso hay constancia, es legal. De hecho fue a la cárcel por un delito que ahora llamaríamos con un nombre de esos tan monos que hay en la jerga judicial tipo “apropiación indebida”, o similares.

    El caso es que Cervantes era un hombre pobre que fue a la cárcel por robar. Es decir: se saltó la ley para poder comer. ¿A quién me recuerda, pues, el autor del Quijote? Ah, sí, a esos negros que están en la calle vendiendo CDs y que sus policías persiguen y encarcelan. Sí señora ministra, Cervantes, a quien usted, usted y no yo, pone de ejemplo, actuaba de forma parecida a los top-manta a los que usted, usted y no yo, persigue y encarcela.

    Pero seamos bienpensantes y creámonos que todo esto ha sido un olvido. Y digo olvido, no ignorancia, porque la ignorancia es algo muy grave en alguien que ocupa un cargo ministerial.

    Donde miente la ministra es en decir que Cervantes publicó la segunda parte del Quijote por piratería... No es cierto. Cervantes escribió la segunda parte porque empezaron a salir distintas versiones de la secuela (utilizaré términos del cine para que me entienda) del Quijote. Es decir: la gente NO empezó a copiar ilegalmente, y sin pagar derechos de autor (pues “el maravilloso invento de Gutenberg” no era precisamente asequible para el ciudadano de entonces), que es a lo que usted llama injustamente “piratería” (y Mark Twain no es justificante de nada). Lo que ocurrió fue que algunos autores empezaron a escribir sobre el Quijote para beneficiarse del tirón que tenía la obra. Y aquí aclaremos una cosa: No fue el pueblo – a quienes ustedes criminalizan llamándolo “pirata” por hacer copias – sino los propios autores – a quien usted llama “gente de la cultura” – los que se pusieron a escribir las segundas partes del personaje de otro. Fue esa una guerra entre la propia “gente de la cultura”, a quien, por cierto, el propio Cervantes ya atacaba al decir que su propósito con El Quijote era acabar con las obras de caballería.

    Pero lo que dice al respecto de Cervantes no sólo proviene del olvido o la mentira, sino que, y esto es grave en un profesional del cine, es incapaz de imaginar una salida, un final apropiado para su argumentación. Al decirnos que Cervantes escribió la segunda parte del Quijote debido a la piratería, nos está diciendo justo lo contrario de lo que nos pretende argumentar: la piratería inspiró a Cervantes. Es decir, según su propio ejemplo, el suyo, la piratería no sólo no acabaría con el arte, sino que lo multiplicaría. Su propio ejemplo nos demuestra que todos los augurios apocalípticos que nos han contado al respecto de la muerte del arte y el subsiguiente fin del mundo, son mentira. Usted, y no yo, es la que lo ha demostrado.

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  2. Prosigo:

    Y yendo aún más lejos con el mismo ejemplo, el suyo, resulta que Cervantes tuvo más coraje, más capacidad de trabajo y más arte, que en definitiva es de lo que se trata, que todos ustedes juntos, al acabar a base de oficio con el problema que se le había planteado. Si ustedes se parecieran un poquito, sólo un poquito, a Cervantes (y no digo como personas, sino como artistas), lo que de verdad harían para acabar con “la piratería” sería películas que de verdad mereciera ir la pena a ver al cine. Eso es lo que hizo Cervantes, a su manera. ¿Por qué no intentan hacer algo parecido? Quizá, y esto siempre planea como telón de fondo, porque los cineastas españoles, salvo alguna excepción, no son tan buenos profesionales como Cervantes.

    Porque, no os autoengañéis los cineastas españoles, la sempiterna crisis del cine español no se debe a que Hollywood presiones para que les compren las películas por paquetes, ni tampoco a que los españoles seamos unos piratas. El problema del cine español es que ha pasado, directamente, de la censura franquista a la censura progresista. Antes, todo lo del régimen era bueno y lo demás malo, y si algo iba contra esto se le pegaba un tijeretazo. Ahora, todo lo que no sea compatible con la moral del PSOE y sus memorias históricas, no llega ni a ser producido. Mientras el cine español siga estando distanciado del pueblo, el pueblo no pagará por ver españoladas.

    Además, cuando alguien se descarga una película en Internet... ¿qué os hace pensar que se está descargando cine español?

    La ley Sinde(tener)-la-censura va en contra de un principio básico, que durante milenios se tuvo claro y que en los últimos tiempos parece haber desaparecido: El arte es del pueblo. NO del artista. Es en el pueblo en el que se inspiran los artistas, es el pueblo el que genera y transmite la cultura de la cual los artistas son meros reproductores. Los personajes que salen en las películas (incluidos E.T. o Légolas) están inspirados en la forma de ser de las personas que los autores conocen. Es decir: en la sociedad en la que los autores viven, la cual reflejan de un modo u otro, a veces de forma realista, a veces metafóricamente, a veces utópicamente, a veces fantasiosamente... En la sociedad misma, en el pueblo, es donde encuentra el autor el “material”, la inspiración, para su obra. Pero además de ese, también hay un material objetivo: ¿Quién fabrica una cámara de cine? ¿Quién fabrica los coches que aparecen en el film? ¿Quién pica en la mina para extraer los minerales que luego se utilizarán en la fabricación de los ordenadores con que se mezclarán y retocarán las imágenes...?

    No sólo el material (físico y espiritual) necesario en toda obra artística surge del pueblo. Las películas – como todo arte – van dirigidas al público. Y el público es el pueblo. Es decir: el artista sólo está en mitad del camino. El arte surge en el pueblo y termina yendo hacia él. Así ha sido siempre y así debe ser.

    Y no sólo eso: los verdaderos artistas, los que viven PARA el arte (y no los que viven DEL arte), entre ganar más dinero y difundir más su obra.... eligen difundir más su obra.

    Por otra parte, es una manipulación llamar “gente de la cultura” (expresión que usted repite machaconamente) a un grupito de artistas mercenarios que han demostrado repetidas veces que su mayor amor es el dinero (valga como ejemplo Almodóvar y su silencio cómplice e hipócrita en los Oscar cuando la guerra de Irak, el mismo Almodóvar que no dudó en leer manifiestos contra dicha guerra en España, porque sabía que eso le reportaría una buena imagen ante la opinión pública) y que no les importa, siempre y cuando les llenen el bolsillo, ser los esbirros de un gobierno que no duda en dejar a medio país sin empleo y que al mismo tiempo sube la edad de jubilación y endurece los requisitos para cobrar la pensión. Lo cual dice mucho de la honradez de dicho gobierno... y, por supuesto, de la de sus esbirros. Esos no son la gente de la cultura. Estos son a la sociedad lo que las pulgas a un perro. Empieza por “par...”.

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  3. Y acabo:

    “Gente de la cultura” (si pudiera definirse así a un grupo determinado de la población, cosa que dudo) son: Todos aquellos que trabajan en la educación de la forma que sea: profesores de primaria, secundaria, bachillerato, universidad... también los bedeles y directores de dichas instituciones... así como los profesores de academias de verano, los profesores de música, los maestros de artes marciales, los profesores de autoescuela... y todo aquel que inculque algo que tenga que ver con la forma de pensar y/o de ser de las personas. También se podría calificar como “gente de la cultura” a los padres de familia ya que de lo que ellos hagan y dejen de hacer dependerá gran parte de la cultura de las próximas generaciones, tanto cuantitativamente como cualitativamente. Otro colectivo que se me ocurre es el de los sacerdotes y religiosos de cualquier doctrina, pues transmiten una forma de ser y pensar, una cultura. Por supuesto, no podemos olvidar a los músicos y artistas callejeros, esos que pasan la gorra tras cada actuación, para quienes la SGAE no sólo no es un aliado, sino en muchas ocasiones un enemigo... y podríamos seguir.

    Que los artistas profesionales enriquecidos y serviles al PSOE se autoproclamen “la gente de la cultura”, dejando fuera al resto del mundo, es una sinvergonzonería, una vileza del peor calibre. Eso sí, señora ministra, habla usted muy, pero que muy bien. También Hitler hablaba muy bien. De hecho, convenció a un país entero.

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